¿QUÉ QUEREMOS
DECIR CON “QUE”?
 

Dai Vaughan

La serie de televisión Hollywood incluyó en su episodio sobre comedia un fragmento sustancial de un corto de Laurel y Hardy. Era aquel en que Stan y Ollie, como vendedores puerta a puerta, se enredan en una discusión con un propietario, la cual concluye, luego de una pertinaz escalada de amable violencia, en la casi demolición de la casa en cuestión. Desafortunadamente, tal como nos informaron en el programa, se cometió un error: la casa en que tuvo lugar la filmación no era aquella cuyo dueño había dado el permiso correspondiente. Esta simple frase fue todo lo que hizo falta para que el clip transmutara de comedia-ficción a documental: un documental sobre un equipo de filmación visitante que provoca vandalismo no intencional sobre la casa de un vecino desprevenido.

Lo que hace “documental” a un film es el modo en que lo vemos; y la historia del documental ha sido una sucesión de estrategias mediante las cuales los realizadores han intentado que los espectadores vean sus películas de esta manera. Ver un film como documental es ver su significado como pertinente a los eventos y objetos que pasaron frente a la cámara: verlo, en una palabra, como significante de lo que aparece registrado. Una definición como esta puede suponer dificultades teóricas. Puede objetarse que registro y significación no son hechos del mismo orden, y que no son directamente comparables. Por lo mismo, ello nos autoriza a evitar el laberinto de reglas y de excepciones, y de excepciones a las excepciones, que le espera a cualquiera que intente identificar al documental mediante criterios genéricos o estilísticos.

Allí donde la ficción usa al film de la misma forma como ha usado palabras o marionetas, o los cuerpos de actores vivos, el documental representa un modo de cognición del cual puede decirse que apenas haya existido antes de 1895. El único antecedente que se sugiere es el del cazador quien, sin inferencias trabajosas, lee en el rastro el paso de la bestia. E incluso este rastro no permite ser llevado a una mayor capacidad de articulación a través de la práctica de la edición. Si los documentalistas tienden a comportarse como si fueran los custodios de un cierto consorcio sagrado, es porque esta singularidad es una carga muy pesada para ellos.

Las broncas feroces que estallan en las salas de edición por cuestiones de autenticidad - una palabra relativamente nueva en nuestro vocabulario - son el testimonio de este peso. Un programa reciente de TV sobre historia judía, según me han contado, incluyó una secuencia del alzamiento en el Ghetto de Varsovia en Abril de 1943. No existen registros cinematográficos de este evento; se utilizó en cambio el metraje del alzamiento de Varsovia de Agosto a Octubre de 1944. ¿Cómo deberíamos designar a semejante secuencia? Si no fue dada indicación alguna acerca del real origen del material, entonces podemos asegurar que su uso fue documental, pero mendaz. Si, sin embargo, este origen fue de alguna forma reconocido, entonces lo defendería como uso ficcional legítimo - entendiendo al film de ficción como aquel que significa otra cosa que lo registrado. En este caso uno debería discutir que ciertos elementos de la ficción - el hecho de haber sido rodado en las calles de Varsovia, el uso de no-actores - hacen atendible una parcial, residual lectura documental, una suerte de presencia documental fantasma. Es la fascinación con esta presencia lo que ha motivado a esos directores de largometraje que han sentido que la ficción realista debía ser hecha en escenarios “reales”; en términos clásicos, De Sica contra Pabst.

Hay un tipo de film que parece tensar nuestras categorías: aquel en el cual - como por ejemplo, en algunos trabajos producidos en Alemania Oriental en los ‘50s - se mezclan sin distinción material de filmes de ficción y material de noticieros. Dudo que sus realizadores se vean a si mismos como empeñados en la impostura. Mas probablemente piensen que la reconstrucción dramática y los informativos son todos agua para su molino. Pero en esto está implícita la idea de que la premisa - y no me estoy refiriendo solo a su formulación verbal - tiene absoluta prioridad sobre sus medios de expresión. No es que estos filmes mezclen documental con ficción, o que tengan éxito en demarcar un cierto campo intermedio, sino que son indiferentes al modo en que sus materiales van a ser percibidos; y el autoritarismo del mensaje, sea este pedagógico o político, es inseparable de la manipulación de su visual.

Que muchos documentalistas consideren hoy intolerable esta práctica es la consecuencia de desarrollos producidos no en compilación histórica, sino en el aparentemente remoto campo de la antropología. El boom del cine etnográfico a fines de los ‘60s e inicios de los ‘70s, con su interés “científico” en la presentación de los datos, provocó grandes reflexiones sobre la naturaleza de la realidad documental y su relación con el evento precedente. El placer de Camera at War - una serie de TV británica en la que camarógrafos de noticieros recuerdan su trabajo - yace en ver relatos de noticiero, a menudo relatos de noticieros muy familiares, transformados en cinema vérité por un simple salto de contexto.

Esto conlleva una semejanza con nuestro ejemplo de Laurel y Hardy, lo cual, cuando uno piensa en ello, es un tanto molesto. Los noticieros no son ficciones en ningún sentido, y si un cambio de perspectiva comparable puede ocurrir dentro de los términos de una lectura documental, entonces podemos concluir que ninguna lectura documental puede reclamar privilegio final y absoluto. Todos los verdaderos documentalistas saben esto desde el principio. La realidad documental es una construcción; y un poco de la sangre del espectador va en ella.

Si creemos que construir un film como documental es un acto inherentemente libertario (y no voy a intentar discutir este punto aquí, pero los comentarios hechos arriba sobre la propaganda de los ‘50s pueden darles un pista sobre el porqué de ello) entonces debemos creer, con sus pioneros, que la forma merece ser defendida. En Gran Bretaña, durante la guerra, cuando las instalaciones de los estudios estuvieron disponibles para la Crown Film Unit para la producción de largometrajes narrativos, muchos profesionales se inquietaron ante la posibilidad de que la esencia documental quedara diluida mas allá de su reconocimiento. Hoy el peligro para el documental no es su asimilación a la ficción sino una cierta apatía, un vaciamiento de la voluntad y un debilitamiento de su fibra, tal como suele afectar a aquellos que han vivido largo tiempo bajo la supuestamente benigna disciplina de las instituciones asistenciales o correctivas.

Si aceptamos la definición de documental como el significante de aquello que aparece registrado - con el consecuente imperativo ético, para el realizador, de que debería haber registrado aquello que aparece significando - entonces tarde o temprano deberemos enfrentar la pregunta ¿Qué queremos decir con “que”? Esta pregunta, puesta en preeminencia por los debates sobre observación y registro verité, es el emergente práctico del desajuste que hemos señalado antes entre “significación” y “registro”. Después de todo, bajo un cierto nivel de generalización - como en el caso de “una insurrección en Varsovia a mediados de los ‘40s” - aún la utilización del alzamiento de Varsovia en lugar del alzamiento del Ghetto puede ser considerada una recuperación del status documental. En el momento en que se exige que un film debe representar un hecho exactamente tal como ha ocurrido, uno queda confrontado no solo con la dificultad práctica sino con el absurdo teórico de semejante condición.

Este absurdo, sin embargo, no constituye la debilidad del documental sino su fortaleza. El espacio abierto por el desajuste entre registro y significación es precisamente el espacio en que operan las elecciones del espectador. Cada cazador lee el rastro a su manera. El peligro para el documental está en cualquier elemento que limite al film a un juego de normas institucionalizadas y que erosione el poder que la imagen toma del sentido de contingencia del espectador.

La industria está ahora llena de gente que ha llegado de las Universidades, vía investigación o periodismo, que utilizan términos como “sonso”, “lindo” o “aburrido”, y que no llegan a comprender las pasadas luchas del movimiento documental; gente a la que le han enseñado a “señalar” o a “indicar”, y que los movimientos de cámara deben encadenarse con fundidos, que saben que las cabezas parlantes deben incluir epígrafes, de manera que el espectador sepa “de donde vienen”; que saben que - como un joven productor de la BBC me explicó hace poco - la duración óptima para un plano es cuatro segundos, y que no debe exceder los diez; que saben que lo que no es actualidad es historia, y que lo que no es ni lo uno ni lo otro solo puede ser un Film de Arte... El remate de todo esto es la ecuación entre verdad y banalidad.

No podemos (y no debería antojársenos) determinar de qué manera una nueva generación enfrentará las contradicciones del documental, pero al menos podemos esperar que sean conscientes de que las contradicciones existen. Quizás esta pregunta ¿qué queremos decir con “que”? se les debería proponer como un koan Zen; y aporrearlos con adoquines hasta que la hayan captado.

 

de: “For Documentary: 12 essays”, Londres 1999.

Traducción G.De Carli.

 


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