FICCION Y REALIDAD EN EL CINE
Una huelga en la vieja Rusia

Marc Ferro

Habrá quien imagine que el cine no sirve para representar la realidad del pasado; o que en el mejor de los casos el testimonio cinematográfico sólo sirve referido a lo actual; o que incluso, dejando aparte los documentos y noticiarios, su propuesta de realidad no es más real que el contenido de una novela.

Creemos que nada de esto es verdad y que, paradójicamente, las películas sobre el pasado, las reconstituciones históricas, son las únicas incapaces de superar el testimonio sobre el presente. Examinemos de nuevo Alejandro Nevski o Andrei Rubliov, obras maestras. La reproducción del pasado resulta ejemplar; ¿cabe todavía la posibilidad de comprender la Rusia medieval sin desterrar las obsesivas imágenes de estas reconstituciones? En tal sentido, Rubliov y Nevski son dos objetos-films extraordinarios. Sin embargo, no pasan de ser esto, algo así como las Historias de Kovaleski o de Kljusevski que sólo son objetos-libros: el pasado que resucitan es únicamente un pasado mediatizado, la Unión Soviética de 1939, tal como la desean sus dirigentes, la Unión Soviética de 1970, tal como la ve la oposición. A través de la elección de temas, de los gustos del momento, de las necesidades de producción, de las capacidades de la escritura, de los lapsus del creador. Ahí radica la verdadera realidad histórica de estas películas, no en su representación del pasado. Evidencia.

Al revés, las películas cuya acción es contemporánea del rodaje no sólo constituyen un testimonio sobre lo imaginario de la época en que se realizaron; incluyen además elementos que poseen un mayor alcance, al transmitir hasta nosotros la imagen real del pasado. Ciertos documentos de actualidad ponen de manifiesto este rasgo: ¿qué edad atribuir a esas calles de Tiflis filmadas en 1908 o a esa escena de trilla rodada en 1912? Lo paradójico es que esta constatación aún resulta más válida referida a las películas de ficción. La imagen de realidad que éstas ofrecen puede ser más veraz que la de un documento. La técnica de fabricación de la bota rusa en Okraina, la actividad de un mercado de cueros en Tempestad sobre Asia, son ejemplos que se multiplicarían fácilmente si se nos ocurriera reconstituir, mediante películas, un Museo imaginario del pasado ruso. Lo más importante es que la ficción puede obtener mejores resultados cuando se dedica a analizar el funcionamiento económico y a estudiar la mentalidad de tiempos pasados. ¿Existe un testimonio más auténtico sobre el matrimonio en la vieja Rusia que las primeras secuencias de la película de Olga Preobrazhenskaia, Mujeres de Riazan? Elección del marido, transacciones, cálculo de la dote, preparación de la novia y ceremonia nupcial constituyen un párrafo extraordinario de historia social. Por lo demás, en estas secuencias, cada plano es un cuadro a cuyo análisis podría dedicarse pacientemente la crítica histórica; que durante tanto tiempo ha desdeñado estos pastos.

El problema es metodológico; se trata de recurrir a la ficción y a lo imaginario para definir los elementos de realidad. En «El film, ¿un contra-análisis de la Sociedad» lo hemos intentado; también hemos demostrado que el noticiario, la película de ficción y la película de propaganda constituían materia-les de la misma índole para el historiador. Las observaciones que hacemos a continuación sobre La huelga y sobre una huelga en La madre, se proponen afirmar que, a través de la descripción de huelgas imaginarias de los contemporáneos, Pudovkin y Eisenstein han aportado tanto a la historia como la Historia misma. En la película de Pudovkin la huelga es la base de un episodio, en la de Eisenstein constituye el centro de la trama. Recordemos el guión de esta «cine-obra» en seis actos.

«En una de las mayores fábricas de la Rusia zarista reina una calma aparente: van penando los obreros y la burguesía goza de la vida. No obstante, el capataz de la fábrica advierte, entre los obreros, una emoción oculta. Lo comunica a la dirección, y la dirección a la policía. Penetran los espías por todas las rendijas de la fábrica y del casco obrero. Entretanto, el comité del Partido Socialdemócrata Obrero Ruso lanza proclamas que incitan a la huelga. El suicidio de un obrero injustamente acusado provoca la huelga. Los obreros abandonan la fábrica. Paran las máquinas. Se organiza un mitin en un bosque. La policía montada no logra dispersar a los obreros. Al enterarse de que los patronos se niegan a satisfacer las exigencias obreras, el comité decide proseguir la huelga. La policía decide incendiar el vino almacenado, convencida de que los obreros saquearán el depósito dando pie entonces a la represión. Pero el proyecto fracasa. Por orden del comisario de policía, los bomberos riegan a los obreros para dispersarlos. Detienen a los responsables. No por ello se interrumpe la huelga. Los obreros vuelven a salir a la calle. Y así se produce una matanza sangrienta. Mueren decenas de proletarios, sufriendo la misma suerte que los miles de mineros de Lenski, que los obreros de Jaroslav y de otras ciudades industriales de Rusia.»

Prescindamos aquí de una realidad visible, los decorados y exteriores de la película: isbas y edificios de la vieja Rusia, organización de los talleres, estructura de la fábrica. Limitémonos a observar el funcionamiento social.

Hay una falta de solidaridad entre los trabajadores. Sus divisiones reflejan antagonismos que no son ideológicos (bolcheviques/mencheviques, marxistas /populistas), sino que se refieren a la función en la fábrica y a la clase de edad. Es significativo que la unidad de la clase obrera esté representada en La huelga por un plano fijo de tres generaciones de trabajado-res. La desunión siempre se produce a partir de los de más edad: rompen la huelga en La madre, hacen de agentes dobles o de provocadores en La huelga. Los animadores del movimiento reivindicativo siempre son jóvenes, sus hijos tendrán a lo sumo seis o siete años. Evidentemente, estos jóvenes trabajadores acaban de llegar del campo; el campo es lo suyo, motivo de gozo y de relajación, fuerza de su propio desarrollo. En el campo han nacido, disfrutan, juegan, aman y mueren. Al revés, los chivatos, los «amarillos», son gente de ciudad; el cabaret y las aceras son su reino, en el barrio se sienten a sus anchas y ganan sus batallas.

El segundo grupo de trabajadores, opuestos a los huelguistas, incluye a los capataces, cuyas vacilaciones, a veces, traducen el ambiguo estatuto de la fábrica. Hay otros elementos populares hostiles a los huelguistas dentro y fuera de la fábrica: el portero, los choferes (que manejan las sirenas), los bomberos («esos cerdos que dirigen las mangueras contra sus hermanos»), los criados. 0 sea, entre los trabajadores, aquellos que disponen de un poder, por no decir de un privilegio: abrir o cerrar las puertas, vigilar a los obreros, estimular el trabajo, rodear al patrón garantizar la seguridad de quien convenga. Debemos relacionarlos con los campesinos expulsados por la miseria y que, empecinados en encontrar trabajo en la ciudad, actúan como rompehuelgas.

Otra característica es que la clase obrera vive en un ghetto. Se halla territorial y socialmente aislada, y hasta en el interior de este ghetto el vecindario suele manifestar una inhibición, cuando no una hostilidad, por esas aspiraciones. Está mal hacer huelga, no porque, faltos de recursos, los padres ya no puedan alimentar a sus hijos («lo que tienen que hacer es trabajar»), sino porque negarse a trabajar equivale a un motín (Bund). La fábrica se identifica asimismo con el cuartel, con la cárcel, lugares donde conviene «portarse bien», pues nadie vive en ellos sin motivo. Por lo demás, pedir aumento de sueldo y formular reivindicaciones es «hacer política»; esta opinión de la patronal coincide con la de los elementos de mayor edad de las clases populares. Su vida de sumisión sólo cobra un sentido si se adapta a la ley. Los ancianos y La madre confían en la equidad de los oficiales, de los jueces, del Estado. Cuando le condenan al hijo, la madre toma consciencia: la han engrifado y exclama ¿gde pravda?, que significa a la vez «¿dónde está la justicia, dónde está la verdad?».

La distancia social excluye todo contacto directo entre los trabajadores y las clases dirigentes: aunque los patronos no se escuden en el anonimato de los burócratas, la cuestión es que cuando se comunican con la clase inferior sólo lo hacen por mediación de jefes subalternos del personal, comisarios de policía, oficiales de gendarmería, etc. La realidad es que manifiestan una indiferencia absoluta por la suerte de los trabajadores: la nueva yegua del juez (La madre) y el bar automático de los accionistas (La huelga) presentan, para esta gente educada, delicada y sensible, mucho más interés que el memorándum de reivindicaciones de los huelguistas o su encarcelamiento y deportación a Siberia. En La madre, el propio abogado principal, encargado de salvar a los detenidos de la pena de muerte, no puede acudir a la audiencia: «Le retienen sus asuntos.» Por otra parte, toda esta gente «bien educada» cultivan una solidaridad recíproca, el abogado con el juez, el director con el general y, como nos muestra el Potiomkin, el oficial con el médico.

Las mujeres siempre aparecen inmersas en situaciones paroxísticas: transmiten la orden de huelga, incitan (o no) a que prosiga el movimiento y suscitan el recurso a la violencia. («Pégale», en Octubre y en La huelga, papel de la Madre, «socorro, camarada» en La huelga.) Siempre desempeñan un papel central, determinante, aviso de sangre o muerte.

El estallido de la huelga y la represión no proceden de la reivindicación, ni del proceso causa/efecto. En La huelga, los obreros están descontentos, se reparten octavillas. Sin embargo, no ocurre nada. Estalla la huelga, general, espontánea, instantánea, únicamente porque un obrero, acusado de haber robado un micrómetro, se suicida, desesperado. Los demás increpan y pegan al capataz delator, y luego se burlan de él. No obstante, no le consideran responsable de su bajeza. La culpa de todo la tiene el sistema, y por eso estalla una huelga general. El buen funcionamiento del sistema podía prescindir de la acusación, pero ésta refleja la humanidad existente. Al igual que esos gusanos que bullen en la carne del Potiomkin y que pretende ignorar el médico, la acusación traumatiza a las víctimas que así comprenden la magnitud del desprecio que sufren.

Al igual que la huelga, también la represión estalla de forma irracional, sin relación aparente con las exigencias del sistema, ni con las pretensiones o necesidades de los opresores. Las reivindicaciones de los trabajadores se han visto rechazadas, han frustrado empero la provocación policial, sin por ello dejar de manifestarse, y al fin han acabado disueltas por la policía; aquí podría concluir el incidente. Pero resulta que un crío se extravía bajo las patas de un policía a caballo, la madre corre a salvar a su hijo, el policía la pega; la mujer grita: «¡Socorro, camaradas!», instantáneamente estalla la reyerta, que acaba con una matanza general de trabajadores. Las necesidades de violencia, la crueldad de los servidores del Estado y la indiferencia de la gente bien educada constituyen asimismo una necesidad del sistema que queda reflejado entonces por este proceso aparentemente irracional.

En La madre, será una muchacha, evidentemente de la intelectualidad, la que dé la orden de huelga; por un lapsus del autor, la muchacha no es socialdemócrata, sino populista, pues trae armas para los trabajadores. De este modo, Pudovkin devuelve al movimiento su exacta función de animador. Eisenstein, por su parte, nunca introduce líderes bolcheviques en sus películas; serán los elementos no fílmicos (títulos) insertos al empezar y al acabar la película, o sea, fuera de ella en cierto modo, los que recuerden las palabras y los actos del partido. Este acto fallido se repite también en Octubre. Así, a todos los niveles, Eisenstein sitúa la espontaneidad por encima de la organización.

La huelga de Eisenstein es una condensación, un «condensado» de las grandes huelgas que ilustran la lucha del proletariado en la Rusia anterior a 1917. ¿Sólo eso? El interés de La huelga consiste en presentar una especie de modelo, el de la sociedad industrial durante un determinado momento de su desarrollo: reivindicación, crisis, huelga, provocación y represión constituyen los elementos de dicho modelo, que plantea asimismo los problemas del funcionamiento social; de la necesidad y de la irracionalidad en el desarrollo del proceso revolucionario.

 

Texto redactado en 1972 y publicado en Mélanges Braudel,
vol. II, París, 1973.

 

 


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